Este pasado verano adquirieron cierta notoriedad varias noticias cuyo denominador común fue el arbolado de nuestra ciudad. En primer lugar, la lucha de unos vecinos en la calle Marquesa de Valdeiglesias por evitar una tala indiscriminada como consecuencia de las obras de una acometida de aguas. Su coraje tuvo éxito, y la sinrazón debió recular. Posteriormente, la noticia prendió con mucha más fuerza en el Parque Cruz Conde, como reacción a un proyecto de remodelación basado en el granito, el hormigón y la eliminación de masa vegetal; y sobre todo en la desinformación interesada. Aún prosigue la guerra de los grupos ciudadanos que levantaron valientemente su voz. La tercera y última noticia, por último, tuvo como origen la “negligencia” de unas constructoras que, “por error”, dañaron de forma irremediable unos venerables olmos junto al Cementerio de San Rafael. Tuvieron que arrancarse para evitar daños mayores. El Ayuntamiento, justamente, inició un expediente de sanción. Pero la cosa, por fortuna, no queda ahí: tanto trasiego arbóreo ha provocado que un puñado de ciudadanos ejemplares se hayan sentido interpelado y han constituido una plataforma en defensa de nuestro arbolado:
Plataforma en defensa del árbol en Córdoba:
http://www.facebook.com/group.php?gid=131639980218001
… Seguramente, el primer árbol citado en Córdoba sea el plátano que, según el poeta Marcial, plantó Cayo Julio César durante una de sus estancias en nuestra ciudad, probablemente cuando estuvo destinado como pretor de la Ulterior. Pero es un caso aislado. Lo que es plantar árboles con cierto criterio en la ciudad o sus alrededores sólo llegó con los aires de la Ilustración de finales del XVIII. En épocas anteriores, dentro de las murallas las fuentes sólo hablan de árboles que crecen salvajes, como los álamos que en la calle Enrique Redel flanqueaban el cauce estacional del arroyo de San Lorenzo. Alguna higuera o cabrahigo desperdigado. Y algún frutal que asomara más de la cuenta por parillas o muros, como los perales o cidros que dieron nombres a sendas calles en las Costanillas y San Andrés. Poco más. En los ruedos que circundan las murallas, por el contrario, sí se refieren plantaciones más o menos regulares de higueras, moreras (¡qué industria de la seda desaprovechada!), cidros, naranjos, limoneros, duraznos (especie de melocotonero), guindos, olivos, ciruelos, membrillos, nogales, almezos... Y subiendo más arriba por la sierra abundan las encinas y alcornoques, a los que acompañan acebuches, algarrobos, pinos, avellanos y castaños, majuelos, junto a los arroyos fresnos y sauces…
Pero volviendo a la ciudad, es en el siglo XVIII, como se ha señalado, cuando se crea en el Barrio de San Antón el primer paseo como tal, flanqueado por álamos. Se elige esa zona de Córdoba (hoy más bien olvidada) porque la Puerta Nueva era, desde los tiempos de Felipe II, el principal acceso por el camino de Madrid. Y había que poner presentable la entrada a los ilustres visitantes, sobre todo regios. Más tarde, el ferrocarril cambió el medio habitual de transporte, y el haza de la Agricultura y el antiguo ejido de la Victoria, ambos en el trayecto de la estación al casco urbano, se empezaron a engalanar con jardines y arboledas para recibir con algo de decoro a los nuevos visitantes motorizados.
De estos tiempos es un interesante informe de 1882, recogido en el libro "Córdoba en el siglo XIX, modernización de una trama histórica", en el que se citan las especies arbóreas que, con criterios botánicos, se consideraban más adecuadas para dichos jardines (1): olmos, álamos, arces, plátanos, castaños de indias, tilos, catalpas, manchuras (¿?) y paraísos. Es también en esta época cuando comienza a introducirse por nuestras latitudes el ailanto, especie de origen oriental avalada por sus cualidades de fácil plantación y crecimiento… tanto que hoy son una plaga: no hay solar abandonado donde no surjan brotes de esta especie sin ningún control.
Imagen1. Ailantos en un solar abandonado. Una estampa recurrente.
Aunque tarde, ciertamente la ciudad empieza ya a poseer una masa arbolada con cierto empaque, y ya en el siglo XX se acentúa la plantación de nuevos ejemplares. Olmos y plátanos, siguiendo la estela de los pioneros álamos blancos y negros se disponen profusamente en avenidas y calles de cierta importancia. En las fabriles Ollerías se plantan infinidad de acacias y arces (negundos). Las palmeras, siguiendo la tradición, se reservan para zonas ajardinadas con cierta “solera”. Los cipreses continúan con su aire funerario. Los eucaliptos se plantan por sus propiedades, dicen, balsámicas, además de sus usos industriales. Sueltos aquí y allá, algún fresno, alguna acacia espinosa, moreras papeleras, naranjos, aún menos limoneros, tilos en algún jardincito… y sobre todo las rústicas moreras, higueras, olmos y almezos que en ocasiones se incorporan como “extraños” a la ciudad a la par que sus antiguas huertas de las “redondas”, pero que en otras ocasiones son injustamente eliminados en nuevos barrios que junto al hormigón traen sus propios árboles. Y más especies empiezan a expandirse, algunas ya con carácter más “ornamental”, como los ciruelos japoneses, los paraísos o cinamomos (melias), los cedros, aligustres…
Imagen 2. Antiguos almezos junto a la piscina de Lepanto.
Llegamos a los tiempos actuales. Según ha aparecido recientemente en prensa, Córdoba cuenta con una apreciable relación de un árbol por cada cinco habitantes. Dato que hay que celebrar, pero con matices. Primero porque no es lo mismo el arbolado de los jardines, recintos con un número importante de ejemplares, generalmente bien cuidados, que el arbolado que simplemente se alinea y malvive en una calle. Y no son lo mismo los frondosos y venerables olmos, plátanos, acacias, etc. que van cayendo como consecuencia de la incuria y la dejadez, que los nuevos arbolitos de “diseño”, jacarandas, mimosas, albizias (la nueva moda), árboles de Júpiter, árboles del amor, etc., seguramente más bellos para el profano y menos “bastos”, pero que ni de lejos proporcionan las amplias sombras de los otros, a los que van desplazando.
Lo ”ornamental”, la “filigrana”, como en todas las cosas de la vida, tienen que venir como un añadido, siempre cuando se haya cubierto lo “básico”, y que en el caso de un árbol se centra simple y llanamente en proteger del sol y proporcionar frescor. Y esta carencia “básica” se nota en las avenidas o calles por donde malamente deambula en verano cualquier abrasado peatón. No se respeta al árbol antiguo si tiene la mala suerte de encontrarse por medio de una obra en el momento preciso en el instante fatídico. Da igual el sentimiento que lleven detrás, da igual que casi todos recordemos con cariño y nostalgia a algún árbol que nos recuerde tiempos ya pasados, donde haber jugado, trepado, escrito en su corteza o simplemente haber comido de sus humildes frutos.
Porque al final, a esas moreras, higueras, acacias, olmos, álamos… que llevan aquí más que nosotros, les es aplicable, intercambiando simplemente el nombre de la especie, aquello que cantara a una palmera Abderramán I: “Creces en la tierra en que eres peregrina”. Porque estos antiguos árboles son “exiliados” y “extraños” en su propia ciudad. Todavía resisten algunos, como ese espléndido y solitario fresno de Santa Marina, esquina con la calle Moriscos, que no se ha enterado aún de que por allí ya no circula “su” arroyo. Y que en su vejez, abandonado, trata de sobrevivir otro año más a los rigores de un invierno que, ojalá, no sea el último.
Imagen 3. El fresno de Santa Marina.
(1) “Descripción abreviada de los árboles que se han de adquirir para los paseos y jardines”. Córdoba 1 de diciembre de 1881. El Ingeniero Agrónomo Municipal, Juan de Dios de la Puente, en A.M.C.: Sec. 7ª Ser. 3. Caja 6-4. Exp. S.n.º: Relativo a la adquisición de árboles y arbustos con destino a su plantación en los jardines y paseos públicos. Año 1881, s.f.